Por: José I. Poncio (*).
El mundo está transitando cambios sin precedentes en sus cadenas de abastecimiento que encontraron sus primeras raíces en el crecimiento sostenido del comercio transnacional, de su evolución en redes más complejas y extensas que fueron construyendo lo que conocemos como “globalización”, pero encontrándose con importantes restricciones, que la pandemia puso de relieve de manera definitiva y dramática. A su vez, silenciosamente, el impacto del hombre en el medioambiente viene dando señales con eventos más severos y frecuentes, que también tienen su impacto específico en nuestra calidad de vida, y obviamente en las cadenas de valor.
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Iniciado el 2022, irrumpe de manera significativa en este ya complejo escenario previo, la invasión de Rusia a Ucrania, y un sesgado apoyo de la República Popular China, que vienen a sumar más tensión. Todos estos factores interactúan potenciándose unos a otros, dejando un claro resultado: mayor incertidumbre, complejidad y costos elevados. Esta acción bélica implicó múltiples daños y efectos negativos en la confianza de la población mundial, no solo por sus 9 millones de desplazados y todos los lamentables y trágicos efectos de una guerra, sino que también por su impacto en dos insumos vitales en las cadenas de suministros globales: alimentos y energía. Con cierta sinergia, ambos bienes profundizan la experiencia de la incertidumbre y traen consigo otro mal hasta este momento de carácter no global: la inflación.
Otro efecto de la interacción de estos factores se dio en los precios de los fletes marítimos y transportes aéreos, insuflados por la fuerte demanda de materiales sanitarios para combatir el COVID. Poco a poco, las marítimas comprobaron la inelasticidad al precio de esa demanda, y lograron subir fuertemente sus tarifas, que se vieron incrementadas en un promedio superior al 500% para Latinoamérica, a lo que se agregó una reducción sustantiva de frecuencias y disponibilidad de bodegas.
Si bien el stress, la tensión y la frustración que los líderes y operadores logísticos experimentan es difícil de medir y cuantificar económicamente, no es el caso de los costos incrementales y en algunos casos fuera de control, de los que conocemos como “riesgos ocultos”, que surgen y reinciden de manera dramática por imprevistos, faltantes, tiempos muertos, movimientos innecesarios, etc.
En este contexto aparece una práctica que no es nueva, pero que toma relevancia, impulso y vigencia, y que puede ser una parte importante de la solución: Nearshoring o también conocido como la “regionalización de las cadenas de suministro”. Este concepto que tomó fuerza en los 80, junto con el afamado Offshoring, hoy vuelve a ser fuertemente considerado. El mismo propone localizar plantas, proveedores y servicios en países más cercanos. Por su parte, el BID reconoce al Nearshoring como una herramienta virtuosa, estimando en un informe de este año que puede agregar a Latinoamérica nuevos negocios por USD 78.000 millones de dólares.
El impacto en toda América es difícil de estimar, pero no se puede dudar que reduciría sensiblemente los mayores costos, otorgando mayor eficiencia y confiabilidad a las supply chains, y por ende a las compañías que las gestionan. A esta ventaja competitiva hay que sumarle menos impacto ambiental por el decreciente uso de combustibles, y también una esperable reducción de los movimientos migratorios.
Claro está que será necesario que sean los líderes políticos de los países quienes acompañen este proceso, garantizando seguridad jurídica a través de marcos regulatorios que lo promocionen, nueva infraestructura, alineamiento en la educación y condiciones fiscales que incentiven la iniciativa. Esperamos que todos vean este fenómeno y lo apoyen fervorosamente.
(*) Experto en Supply Chain y Gestión de Riesgos, miembro de la Mesa del Programa de Trade & Investment de AmCham Argentina y Co-chairman del Comité de Comercio Internacional de la Delegación Córdoba.